La llovizna, imperceptible, se suma a las trampas que la muerte pone cada noche en este camino al borde del Atlántico. Ella, mientras tanto, duerme profundamente en el asiento trasero. A lo lejos, el faro quiebra la monotonía que impone la oscuridad de la madrugada. La escena es maravillosa: el auto parece transformarse en un frágil barco que desafía al mar en medio de la tormenta.
Me dejo seducir por ese haz que marca con precisión el punto final de nuestro viaje. En un momento, me parece creer que se origina detrás del coche. Miro por el retrovisor: ella sigue dormida, sumergida en sus propias historias. La vuelvo a ver: el faro se hace un lugar entre los asientos e ilumina tenuemente parte de su rostro. Por primera vez, siento que confía absolutamente en mí.
El auto devora kilómetros; sigo deslumbrado por esa luz que se hace todavía más potente al rebotar en las nubes. La ruta está desierta y pienso en aquella noche en que la conocí, cuando me prometí protegerla y acompañarla. De pronto, un susurro rompe el hechizo: ahora el coche está detenido y el faro -en forma inexplicable- custodia mi espalda. Busco su mirada en el espejo, pero el resplandor me enceguece. La voz, dulce, se repite en medio del silencio. "Llegamos", dice.
El faro
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
1 comentario:
Hermoso tu relato, me gustaría saber si te referís al faro de punta medanos o el de san Clemente.
Publicar un comentario